Condena Divina.
Por Gustavo Eduardo Rosatto
Una colina se dibujaba en el
firmamento. Un lugar ajeno a las voces y a los sentimientos. Alejado del mundo
se perdía en la infinidad, era tierra acumulada en años de desolación. Sin
embargo había algo rompiendo la monotonía en la cima de aquel lugar, marcando
el cruce entre la tierra y el cielo. Una silueta retorcida entre el polvo, algo
que solo unos pocos catalogarían como un ser humano.
Sus brazos finos como ramas
parecían quebrarse con el viento. El rostro era enmarcado por cicatrices y arrugas que parecían
componer la corteza de un árbol, con su vejez pero sin sabiduría. Sus ojos sólo
se divisaban en los lapsos en que se corrían las matas de cabello desgastado
por el tiempo y largo hasta la cintura.
En su pecho quemaduras del
ferviente sol sobresalían en su piel cubierta de soledad y pasado. El dolor ya
no le parecía un sentimiento, sino que componía su normalidad. Se movió hacia
un costado y una cadena oxidada rodó revelando su vientre marcado por infinitas
heridas que aún permanecían abiertas. La sangre brotaba en una hemorragia que
no tenía fin.
Aún vivía y lo haría eternamente,
condenado a ese castigo que era su existencia. Los dioses que un pueblo adoraba
eran sus verdugos, cuya ley castigaba sólo a quien se atrevía a sobresalir. Su
pecado fue soñar, aún más allá de lo que un ser divino pudiera. Creó vida,
cultura y futuro. Robó el fuego a las divinidades para dárselo a los hombres,
les dio la luz, pero también la destrucción.
Sin embargo todo eso no era más que una
anécdota de lo que el Poder logra. Todo por lo que el luchó quedaba ya lejos,
cubierto por la barrera del olvido y el implacable pasado. Inalcanzable para
ese cuerpo que forzado a la agonía solo era cobijado por la ausencia.
Desde el cielo bajaron enviados
por Zeus los custodios de su tortura. Águilas desgarraban su carne moviéndose
con tranquilidad, reconociendo en ese hombre nada más que carroña. La figura se
retorcía con violencia, hasta donde sus cadenas lo permitían. Con cada picotazo
se iba un sueño cultivado en la felicidad, cuanto todavía valoraba su vida. Las
aves gritaron al cielo y una lluvia respondió indicando el cese del tormento.
El tiempo se sucedió en lunas y soles
de angustia, en esa rutina de condena.
En la distancia percibían sus
oídos otra vez el llamado de la locura, consumado en aquellos graznidos que
anunciaban el dolor. Sus ojos desorbitados y cubiertos de lágrimas no habían
notado que las aves en el cielo no buscaban satisfacerse de agonía, sino que
huían. Se alejaban hacia el ocaso escondido tras la tempestad que precedía al
calvario. El viento comenzó a soplar con fuerza alejando la tormenta.
El sol esparció sus rayos
despertando el esplendor del mundo y un haz de luz hizo relucir una gran espada
que blandiéndose entre el temor quebró las cadenas creando un nuevo porvenir.
La tensión fue calma y la presión
alivio. Una nueva sensación ingresaba en el pecho de aquel ser: la libertad. Se
arrastró por la tierra esquivando a su salvador, sólo quería escapar de aquel
destino que hace instantes resultaba eterno e irrevocable.
Se irguió tanto como su cuerpo lo
permitía y avanzó. Su mente divagaba entre recuerdos cercanos y ausentes, pero
sus ideas se evaporaban en una nebulosa. Sus heridas aún derramaban el elixir
de la existencia, como repaso palpitante de lo que fue su vida.
Caminó hasta que ya no pudo
distinguir el pasado del futuro. Vagó en la soledad y conoció todas sus caras.
Intentó encontrar a alguien, pero más que nada buscó hallarse. Descubrir entre sus restos
aquella estirpe y pasión disipadas cuando los grilletes se cerraron sobre su
cuerpo.
Prometeo vivió una nueva historia, buscando entre las tinieblas un destello que encienda en él y de cobijo a su existir. Intentó distinguir un sueño o una ilusión pero nada lo consolaba ni lo protegía. Era solo una sombra en ese mundo que se presentaba inmenso y resultaba a la vez tan limitado; donde todo fue y ya nada será.
Prometeo vivió una nueva historia, buscando entre las tinieblas un destello que encienda en él y de cobijo a su existir. Intentó distinguir un sueño o una ilusión pero nada lo consolaba ni lo protegía. Era solo una sombra en ese mundo que se presentaba inmenso y resultaba a la vez tan limitado; donde todo fue y ya nada será.
Todo lo que él había creado, todo lo que había
defendido se diluyó en la condena de los dioses, que cumplieron con lo prometido;
su infierno era eterno y ya no había un cielo que imaginar.
Gustavo Eduardo Rosatto Copyright 2012
Excelente Gus! Le sentí un aire borgeano, pero tiene tu sello.
ResponderEliminarAbrazo!
Nico
jajaja, no es demasiado. Gracias por el apoyo!!!
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