martes, 28 de agosto de 2012


AbriendoIdeas Libros

Entrevista a Arturo Pérez-Reverte, autor de la saga "Las aventuras del capitán Alatriste", entre otros libros y miembro de la Real Academia Española. Publicada por el sitio español "Qué leer".

"Capitán Pérez-Reverte"



Entrevista a Arturo Pérez-Reverte


15 años batiéndose a degüello.

“El puente de los asesinos” (Alfaguara) es la séptima entrega de una serie que con los años ha ido tiñéndose de la pátina oscura de los clásicos. Vamos al encuentro de Pérez-Reverte, pero no sabemos si no es en realidad Diego Alatriste quien nos recibe. texto A.G. ITURBE ilustración MIKEL CASAL


En 1996, Arturo Pérez-Reverte ya había abierto una importante brecha con novelas como El húsar, La tabla de Flandes, El club Dumas o la recién publicada La piel del tambor. Aunque todavía, cuando alguien no caía en quién era, había que decirle que era el corresponsal de guerra de TVE, el del hoyito en la barbilla a lo Kirk Douglas. En el verano de ese año, en una entrevista con Qué Leer, al preguntarle Almudena Solana si tenía algo en la cabeza, le contó que “para desengrasarme, estoy preparando una divertida novela juvenil para lectores de 14 años, que ya son perversos, que no tienen la inocencia que tenía yo a esa edad”. Y en diciembre de ese 1996 publicó El capitán Alatriste. En aquel entonces, Pérez-Reverte venía ya de vuelta de muchas guerras, de las de fusil y de las de despacho, en lo que por entonces se llamaba el “ente”, una designación inquietante por la que se conocía al conglomerado de RTVE. En Territorio Comanche relató a su manera su experiencia como corresponsal y pisó unos cuantos callos. TVE amagó con abrirle un expediente. Pocos dejan una plaza funcionarial en el “ente”. Él lo hizo. Y creo no equivocarme mucho si digo que, después de cientos de artículos y más de veinticinco libros (con muchas novelas por encima de los 300.000 ejemplares y múltiples traducciones), las líneas que más placer le han proporcionado en su vida han sido las de su carta de dimisión dirigida al director general Ramón Colom y con fotocopia pegada con una chincheta en el corcho de la redacción. La carta, un clásico epistolar revertiano, finalizaba con una fórmula de despedida en que deseaba a sus jefes lo mejor: “Te regalo, como ves, 21 años de antigüedad en el Estado (12 en Pueblo y 9 en TVE) a cambio de mi dignidad y mi vergüenza, palabras cuyo sentido te hago el honor de imaginar que conoces. Que os den morcilla, Ramón. A ti y a Jordi García Candau”.


Un ajuste de cuentas

En 1996, Pérez-Reverte era un espadachín y la novela de capa y espada protagonizada por Diego Alatriste le venía como anillo al dedo. El libro arrancaba con esta frase: “No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente”.

La novela era sorprendentemente fresca, con un ritmo de gran novela de aventuras que rendía homenaje a uno de sus títulos predilectos, Los tres mosqueteros, y se acompañaba de dibujos que la acomodaban aún mejor a un público joven. Además, tenía el guiño de estar firmada a medias con su hija Carlota (de 13 años), que lo ayudó a tomar notas por el barrio de los Austrias y de cuadros del Siglo de Oro en el Museo de El Prado. Pero en esa novela descubrimos algo más: que Pérez-Reverte se conocía el XVII español como la palma de la mano y tenía una mirada personal, también esquinada, que permitía a muchos lectores adentrarse por primera vez en una parte de la historia que sólo conocíamos de oídas: “La motivación para escribir esta novela fue darme cuenta de la manera tan pésima en que se explicaba el Siglo de Oro español a mi hija en sus libros de texto. No les contaban nada y lo poco que les contaban era erróneo”, me explicó entonces. No sólo era una novela, era una pica en Flandes, un ajuste de cuentas con la desidia española hacia su propio pasado.

Pérez-Reverte era entonces un hombre delgado, anguloso, con el pelo oscuro peinado con pulcritud a la raya y unas gafas de concha redondeadas que suavizaban la crispación de la mandíbula. Un esgrimista capaz de dar estocadas precisas.

Desde entonces han pasado quince años. Diego Alatriste ya no es el mismo. Arturo Pérez-Reverte, tampoco.Tiene el pelo escaso, o rapado como un militar de los de antes. Ya no hay peinado a la raya, sino cráneo de marine. Me dice que “la España del XVII mandaba más que los Estados Unidos de ahora; los tercios españoles eran los marines”. Ya no lleva gafas de concha que suavicen nada. Tiene la barbilla tan angulada que parece de hierro.



Orgulloso y temible

Nos reencontramos en el rincón de un garito portuario tan oscuro que, al sentarme en la banca de madera y empezar a hablar, no sé si esa figura entre las sombras es Reverte o el propio Diego Alatriste. Quizá ya sean la misma persona.

-¿Quién de los dos eres?, le pregunto.

No dice nada. El silencio también es una respuesta. Y sólo mucho después habla: “Los dos estuvimos en lugares difíciles. Los dos hemos leído libros. Los dos tuvimos fes e inocencias de las que la vida acabó por despojarnos. Con esa mirada, el tal Reverte escribe novelas y con esa mirada yo me construyo una pequeña trinchera personal donde sobrevivir hasta que llegue el momento de decir adiós a todo esto. También nos une, supongo, el respeto a ciertas reglas personales, retorcidas e íntimas. Un ser humano sin reglas, aunque no sean las convencionales, no es más que un pobre diablo. También nos une la certeza de que en la vida se aprende demasiado tarde y se muere demasiado pronto”.

Mientras tanteamos un vino aragonés que tiene esa mala ostia noble de los maños, me vienen a la cabeza estas palabras del último libro: “Lo que Alatriste recordaba de los asedios, su perspectiva y su limitado paisaje era siempre cercano y a ras de tierra: trincheras embarradas, hambre, sueño y frío, caponeras llenas de ratas, mantas con chinches, piojos, centinelas perdidos bajo la lluvia, asaltos sangrientos y golpes de mano encarnizados, arcabuzazos a quemarropa. Lo propio del oficio. La fiel infantería del rey católico, en guerra con medio mundo: sufrida, mal pagada, insaciable de despojo y botín, amotinada a ratos pero impasible bajo el fuego enemigo, vengativa y crudelísima en el degüello. Orgullosa y temible siempre, bajo sus harapos”.

Con los años, la serie se ha ido macerando. Alatriste nunca fue un héroe saltimbanqui al estilo de Errol Flynn, nació peleado con el siglo. Pero cada vez ha afilado más y más su desencanto, hasta que lo que corta y taja ya no es su espada, sino su mirada o sus silencios. Eso sí, sin un lamento nunca. “De casa hay que salir llorado”, comenta escuetamente.

La muerte va con el oficio

En este séptimo relato de sus andanzas, veremos al Capitán Alatriste metido hasta las cejas en un negocio de los que le suelen caer en suerte: de mucho matar y poco sacar en limpio. Es su amigo don Francisco de Quevedo el que hace de mediador: han de cortarle el pescuezo al dogo de Venecia en una acción relámpago. Habrá distintos grupos en la acción y Diego Alatriste, con siete soldados a su mando, ha de desbaratar el arsenal entero y una docena de naves. Una incursión nocturna, que en el lenguaje de los tercios que tan agudamente recrea Reverte se conoce como “encamisada”. Aunque más bien se trate de una “empajuzada”, que diría uno Zaragoza. Una misión de las que salir vivo es un milagro. En la Venecia de entonces, a los prisioneros no se les daba paseos en góndola, precisamente.

El Capitán Alatriste acepta, es un soldado. La muerte va con el oficio. Pero ojo, han pasado ya muchas cosas, muchos asedios por toda Europa, desde Flandes (lo vimos en El sol de Breda) a Nápoles (Corsarios de Levante), pasando por todo tipo de tajos y tajadas en los callejones de Madrid. Ahora es un soldado viejo. Puede dejarse tomar la vida, pero no va a dejar que le tomen el pelo. Por eso, cuando el funcionario de la corona española Saavedra Fajardo termina de contarles el plan, Alatriste le dice que ya les ha contado por dónde van a entrar, pero no por dónde van a salir. El funcionario le reprocha su poco temple, como si supiera lo que es. Y el Capitán le responde con mucha calma: “Sirvo al rey desde los trece años y pocas veces metí la cabeza en nada sin meditar cómo sacarla. Otra cosa es que luego se pueda o no”.

Y ahí veremos a don Diego Alatriste al mando de un comando que reúne a Iñigo Balboa (ahijado y relator de su historia), Sebastián Copons, el moro Gurriato, el catalán Quartanet y otros compañeros de largo recorrido. Mientras preparan el golpe, no faltan intrigas ni mujeres: “Ninguna es fea como tenga bríos”. Claro que alguna, aunque guapa, les va a salir rana. Y la historia se cerrará en el mismo punto en que arranca: dos espadachines tratando de reventarse en duelo. Cruce de hojas ante la mirada cansada del resto del grupo. Como los duelistas de Conrad, son dos que llevan años retándose enérgicamente y uno ya casi ni se acuerda de cuál fue en verdad la ofensa. Son Alatriste y su enemigo más antiguo, Gualterio Malatesta, a quien le han conmutado la pena a muerte a cambio de su participación en la ejecución del dogo veneciano. Así que Alatriste ha de soportarlo como colega de circunstancias.



La lucidez de la guerra

Para fastidiar a Reverte, o a Diego Alatriste, le digo que se hace viejo, que se vuelve blando. Que hasta nos hace un poco entrañable al criminal Malatesta. En boca del portugués aparecen palabras como éstas: “Recuerda que más aprovechan al sabio sus enemigos que al necio sus amigos… o eso dicen”.

Me responde sin inmutarse que “Malatesta es un perfecto hideputa. Una serpiente armada de espada y daga, tan mortal como un relámpago. Pero, en realidad, él y yo no somos sino caras de una misma moneda. En la vida todo es cuestión de la forma en que caen los dados sobre el parche del tambor de un soldado. Por eso, siendo como somos enemigos irreconciliables, nos comprendemos tan bien. Algo que me enseñó la vida fue que, a veces, uno llega a tener lazos más íntimos con un viejo enemigo que con un viejo amigo. Además, un enemigo como Malatesta te obliga a estar siempre atento, vigilante, cauto. Enemigos como él ayudan a mantenerte vivo”.

Mantenerse uno vivo… me habla alguien que sabe de la guerra. ¿Se puede vivir en ella o sólo sobrevivir?

“Las guerras son siempre lugares terribles. Sin duda. Pero tienen algo bueno: son una escuela de lucidez. En ellas ves al ser humano capaz de lo mejor y de lo peor. He tenido camaradas a los que, después de violar, matar y saquear, los he visto jugarse la vida por proteger a un anciano o a un niño. Y todo eso en el mismo día. Esas contradicciones del corazón humano pueden verse en cualquier lugar, pero en las guerras se manifiestan con más intensidad y más violencia”. El que habla ahora es Alatriste… o eso creo.

Intento que cualquiera de los dos me diga por qué esa mirada tan escéptica, tan cansada incluso… “España es el país de las oportunidades perdidas. Nos las hemos arreglado para despreciar siempre lo que más nos convenía. Pasó con la herencia de los romanos, pasó en el momento de apostar por el modelo de iglesia: en vez de tirar por el protestantismo optamos por la iglesia sombría, con el cura de sacristía que todo prohíbe a los demás y nada a sí mismo. Esto era un imperio, el rey de España era rey de medio mundo. Quién sabe qué hubiera podido ser una península unida con capital en Lisboa como balcón hacia América…”.

Necesito que se materialice Reverte para que me cuente algo que me ha sorprendido en El puente de los asesinos: por qué cuenta con tan minucioso detalle la muerte de Alatriste en Rocroi, qué sentido tiene adelantarse en el tiempo… “Yo no sé cuánto tiempo más voy a vivir. Hay todavía muchas escaramuzas por medio… no sé si voy a llegar hasta allá para contarlo”.

Se levanta y lleva un abrigo largo como una capa. Suena algo metálico en la oscuridad. Tal vez debajo vaya una espada. Me abraza fuerte al despedirse. Porque él, a los amigos, los abraza sin remilgos. A los enemigos… mejor no saberlo nunca.

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